dimarts, 28 de setembre del 2021

Simeón el Estilita

 Veréis, no me subí a lo alto de una columna ni por capricho ni por excentricidad, me vi impelido a eso por la constante asechanza de un vulgo que no me dejaba orar en paz, ni de día ni de noche. Sentía que mi espacio vital era invadido en detrimento de esa vida espiritual que yo tanto ansiaba, dedicada en cuerpo y alma a las mieles del ascetismo. Al final, estuve treinta y seis años suspendido entre el cielo y la tierra, lo cual no me impidió escribir todo tipo de cartas para sustanciar los pensamientos que bullían intensamente en mi cabeza, ni tampoco lanzar diatribas ni convertir a muchedumbres que venían a verme. Hice de todo, os lo juro, fue así como lo cuento. 

Veréis, casi siempre me preguntan que cómo me las ingenié para proveerme de comida y bebida y para hacer mis necesidades allá arriba, que cuánto medía de diámetro la columna y cuán larga era ésta, que si no tuve necesidad de asistencia médica estando todo el santo día a la intemperie, ya en el rigor del verano ya en el rigor del invierno, y cosas así. Pero nadie me pregunta en cambio  por la agudeza y paz cristalina de mis pensamientos, nadie pregunta a Simeón el Estilita si allá arriba era capaz de llegar a establecer nuevas y frescas tesituras de caridad cristiana, si esa soledad y la distancia ganada en el cénit de la columna me llevaron en efecto a ser capaz de modelar unas letras que cincelaban esa pureza de pensamiento no contaminada por las distracciones mundanas y que de algún modo significaban el precioso colofón a una rica y plena vida espiritual. Ah, y cómo nos limitamos casi siempre por la apariencia de las cosas, digo yo. 

En honor a la verdad, tenía la costumbre de atarme por la noche para no caerme y sí, os lo juro, por todo el perímetro hice construir barandas que se erigían en fronteras artificiales entre las nubes del cielo y este servidor, no fuera el caso que un paso dado en mala hora pudiera significar el final de mi aventura espiritual. Que queréis que os diga, me quedaba un prurito de espíritu precavido, por mucho que en el futuro los biógrafos y la gente de malmeter insistirán en mi disposición abierta a la mortificación de las carnes: helo aquí, no tuvo suficiente ni con las privaciones del monasterio ni con una cisterna de reducidas dimensiones perdida en el desierto, se sintió en cambio seguro en las alturas, con las cagarrutas de los pájaros, el frío, el sol, la nieve, la lluvia, el granizo y demás elementos de la naturaleza como compañeros. Y hasta bien pudiera acaecer que, allá por las postrimerías del siglo XX, un señor de Viena llegue a decir barbaridades tan truculentas como que la columna en donde vivía el santo Simeón no era otra cosa que una proyección falocrática de su mundo, del que excluía tajantemente a todo el género femenino. Pues allá él, que cada cual es libre de opinar como guste, pero advierto que una golondrina no hace verano. 

No, no volveremos jamás a bañarnos en las aguas del mismo río, en eso andaba cargado de sabiduría el de Éfeso, como yo no volveré jamás a subir a ninguna columna y nunca más entre los pliegues de la Historia este acto de un heroísmo espartano volverá a verse del mismo modo: para vuestro siglo, en cambio, será de una estupidez supina. Pero es que al pobre Simeón el Estilita se le cae el alma a los pies cuando, en un vuelo de tiempo hacia adelante, ve a toda esa turba de narcisistas encaramados a las agujas del rascacielos de moda haciéndose selfies con teléfono móvil en mano con el propósito (paren bien las orejas) de jugarse la vida por una foto que atestigüe su proeza para luego publicarla en eso que llaman redes sociales, vil y absurdo espectáculo onanista. Y yo pregunto, con el corazón en un puño: ¿A ese grado de vacío vamos a llegar en el siglo XXI?, ¿es que no van a existir ya esos nobles y puros ideales por los que antes valía la pena morir si hacía falta?, ¿dónde queda entonces la fe, la lucha, el sacrificio por encontrar el camino, la verdad y la vida?, ¿dónde quedan esos héroes con la fiereza de ánimo y la templanza de acero para conseguir al precio que fuere el cielo aquí en la tierra?

Veréis, no es mi propósito lanzaros un sermón, de ningún modo, que cada época tiene sus luces y sus sombras, así la mía como la vuestra. Me hice anacoreta inspirado precisamente por el Sermón de la montaña que nuestro Señor pronuncia magistralmente en palabras recogidas por Mateo, el evangelista del Nuevo Testamento. Sí, para entrar al Reino hay que ser realmente pobre de espíritu, en efecto, y yo fui de una extrema y espartana fidelidad a esa idea, hasta ver toda la obra de Dios pasar a quince metros de altura, abrigado solo por la fe. Y vuelvo, una vez más, con los ojos de la imaginación, al cénit de esa columna, y con lágrimas en los ojos te digo a ti, pobre youtuber: de qué te va a servir ganar el mundo –tus millones de likes- cuando has perdido el alma. 

Cierto, mi querido Heráclito, no vamos a bañarnos nunca más en las aguas del mismo río.

  


 

2 comentaris:

  1. A veces picoteo por los relatos del concurso de Zenda y leídas dos líneas suelo abandonar la lectura, harto de redacciones escolares y de batallitas a cañonazos y bayonetas, y de acumulación de datos como muestra de una pretendida erudición. Relatos que son todo peripecia pero sin chicha. Por eso ha sido una suerte encontrarme con este relato de Simeón el Estilita. Qué alivio no tener que surcar mares ni escalar almenas, ni batirme en duelo con el pérfido inglés, o moro, o cualesquiera enemigos. Magnífico estilo el tuyo y con enjundia de contenido. Suerte en el concurso. Espero que el jurado no premie uno de esos relatos a lo Alatriste, escritos a mandobles.

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  2. Muchísimas gracias por tu comentario, de todo corazón, celebro que el relato te haya gustado. Te diré que a mi también me horroriza toda esa pirotecnia narrativa que no tiene ningún fuste poético que la sustente, de ahí el intentar crear algo no tan trillado y sí en cambio con pinceladas que se salgan un poco de la "norma". En fin, que los gustos son muy particulares de cada cual, pero veo que coincidimos en muchos aspectos por lo que hace a valorar un trabajo literario.

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