dijous, 17 de juny del 2010

En algún lugar de un tiempo perdido






Me parece que regreso a un sueño. Miro hacia atrás con los ojos de la mente, y un intervalo de veinte años es como si me retrotrajeran a otra vida. Y es entonces cuando cierta sensación de desgarro y de piedad se agarra a mis costillas recordándome que las aguas de la vida siempre fluyen hacia delante, que la persona que éramos antaño se ha disuelto para siempre entre los múltiples meandros y recovecos que sinuosamente van trazando esas aguas quizás en un atisbo ya del mar definitivo. Hace veinte años, cuando hacía el servicio militar…



El otro día volví a pasear por esa ciudad, y ahora toda la extensión del cuartel militar que había entonces son unos colegios y un parque adyacente, no queda ni rastro de ese cuartel por el que un día yo, calzado con botas y disfrazado de verde, desfilaba cada día en el patio de armas. Dónde está la primera compañía, ese niño que hacía a veces imaginarias por las noches en esa misma compañía, ese niño que salía a  veces también de maniobras en medio de montañas perdidas de la faz de la tierra, siempre con una mochila y un fusil como si fueran de juguete. Dónde los sueños, las ilusiones, también los terribles desgarros, que el alma de ese niño llevaba consigo dentro de su traje de camuflaje.



Me gusta pasear y perderme por las calles de esa ciudad por la que transcurrió, ya hace de esto una eternidad, un año de mi vida. Y cada vez que paseo por esas calles, ese espacio, esa arquitectura bañada del antiguo esplendor de Roma, es como abrir un grifo que borbotea agua de nostalgia, y es una sensación sobrecogedora porque percibo con toda intensidad que quien entonces iba y venía por esas calles del recuerdo era un yo de otro tiempo y de otra vida que no tiene nada que ver con el yo que ahora conforma mi ser. Aunque, en esencia, somos la misma persona separada por las coordenadas del tiempo, me digo desde una óptica puramente intelectual.



Ya se ve que las palabras, a veces, son incapaces de delimitar y de explicar todo ese tipo de sensaciones que se destapan de los centros sensitivos. Quizás, cada vez que vuelvo a esa ciudad,  me sucede que asumo absoluta conciencia de que esto no va de broma, de que en efecto el tiempo pasa, y además bastante deprisa y que, posiblemente, soy alguien en el ecuador de su vida: imposible ir hacia atrás y recomponer los pedazos de puzzle del yo de hace veinte años, imposible abrir el mecanismo de relojería y dar marcha atrás a las manecillas del reloj, imposible mirarse al espejo y no reconocer en cada palmo de la cara las huellas de algo que pasa también por tu cuerpo, y que cada vez lo va alejando de ese cuerpo que, en las maniobras de la mili, era capaz de ir caminando sin parar todo un día, sin comer y sin apenas beber, con veinte kilos en la espalda en forma de equipaje.



He ido estos días de compras a Tarragona, y de nuevo he querido caminar por las mismas calles por las que caminaba entonces, y de nuevo he querido mirar el cuartel (el colegio, pues, y solamente con un ejercicio concienzudo de imaginación puedo imaginar la barrera de entrada, el cuerpo de guardia, las garitas, los muros, el terreno de juegos, que ya no están) Pero todo eso permanece, sin embargo, en algún resquicio de mi yo. Imágenes, situaciones, edificios, caras, voces, sentimientos, miedos, van y vienen pero ya sin ninguna trascendencia, como una brisa lejana que se pierde sin dejar huella alguna por los valles de la memoria.



Por unos instantes, he tenido la absurda pretensión de hacerme pasar por alguien que regresaba desde la otra punta de España para visitar el cuartel donde antaño había hecho el servicio militar, y así tener la posibilidad de preguntar a algún transeúnte, oiga, perdón, el cuartel militar de Tarragona, creo que se llamaba General Contreras, sabe por dónde cae, es que vengo de visita,  después de veinte años, para entonces oír la consabida respuesta, ya no existe este cuartel, sabe, ahora son unos colegios y un parque. Ya no existe, claro, como tampoco existe ya aquel año de 1989 y esos niños disfrazados de soldados que aprendían el arte de la guerra, no existen esas voces de los sargentos atronando el patio de armas ante esos mismos niños disfrazados y asustados, no existe el cargador de diez balas que te daban para hacer una guardia con el cetme, no existe el walkman que llevabas junto a la inseparable caja de casetes para por las noches aislarte en la litera entre los toques de atención del corneta, no existe ni volverá a existir.



Me paro y me quedo quieto desde la otra acera de la calle, contemplando tan solo con el recuerdo a ese niño que subía esa misma rampa que daba acceso al cuartel, cargado siempre del petate. Siento ganas de hablarle, de abrazarle, de darle ánimos, de unirlo de algún modo a mi yo de aquí y de ahora pero al final, como un espejismo, acaba desvaneciéndose y perdiéndose entre las grietas del pasado, llevándose consigo las ansiedades y las congojas de la vida en el cuartel al doblar la esquina. Y yo permanezco un rato más en la otra acera, con el ropaje y los sueños que ya no serán los mismos de los de entonces. Cojo el candado, cierro la tapa de mi corazón, guardo mis sentimientos y me voy.

                                                   
  (2008)

                  

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